Ya que está en boca de todos, que su uso acaba de ser más o menos bendecido en mi trabajo (a partir de aquí, entiendo que ya peligra mi empleo), me puse a trastear con ChatGPT en relación a este blog. No entiendan esto como un ejercicio de narcisismo, solamente quería comprobar qué salía si le pedía que me analizara un poco el estilo, la temática e incluso si la herramienta era capaz de inferir un perfil del que está aporreando el teclado a partir de lo que se cuenta.
Y bueno, no sé si sus conclusiones aprobarían un análisis pericial, pero me ha parecido un ejercicio curioso.

Luego surge la tentación, imagino. Pedir más, ver de qué más es capaz y hasta dónde puede llegar. El tío sube la apuesta e incluso te propone hacer un ‘fanzine’ con sus conclusiones, algo a lo que no me puedo resistir, si bien choco contra el muro del presupuesto: me pide dinero porque ha alcanzado el límite de peticiones premium. Bueno, supongo que podré vivir sin eso.
Lo que sí hice fue decirle: te dejo el blog, escribe lo que te dé la gana de modo que tenga una cierta coherencia con lo que se trata aquí, si es que eso es posible.
“Claro, me encantaría”, me replica. “Si tuviera la oportunidad de escribir una entrada para Cesta de Patos, intentaría mantener la voz del blog: algo contemplativo, íntimo, cultural y con ese tono entre la ternura, la ironía y la melancolía leve que lo caracteriza”. Piquito de oro.
“Aquí te dejo una entrada original, ficticia, pero completamente inspirada en su estilo [el del blog]”. Esta fue su propuesta:
Sobre el arte de no terminar nada
En la mesa del salón hay ahora mismo tres cosas abiertas: una novela de ciencia ficción que ya lleva semanas boca abajo (la página marcada se ha borrado del recuerdo), una libreta con apuntes de una partida de Gloomhaven que nunca continuamos, y una taza de café que, si me preguntan, aún tiene potencial.
Me consuela pensar que el abandono también es una forma de cuidado: se deja de leer un libro para no verlo acabar mal, se interrumpe una campaña porque nadie quiere ver a su personaje morir por una tirada mediocre de dados, se enfría el café porque en ese momento ocurrió algo más urgente —como mirar por la ventana.
Hoy vi desde esa ventana a una vecina barriendo hojas secas. No parecía molesta. Más bien parecía disfrutar del sonido del cepillo, el rasgueo áspero contra el cemento. Como si barrer fuera menos una tarea que un acompañamiento: un ritmo que pone orden en la mente mientras el cuerpo hace lo suyo.
Y pensé que quizás yo también funciono así. Empiezo libros, juegos, listas, y a veces no los termino, no por falta de voluntad sino por una voluntad extraña: la de no poner fin a lo que todavía está vivo en su forma inacabada.
Hay una belleza secreta en los objetos interrumpidos. Como si el tiempo se hubiera congelado justo antes de una decisión. Como si pudiéramos volver a ellos cuando queramos y encontrarlos aún esperando.
Tal vez eso es lo que hacemos con ciertas personas también.
Cuack: A veces pienso que debería acabar este texto. Pero entonces, perdería su forma. Así que mejor lo dejo así, como el libro, el café, la libreta.
Reconozco que me gusta. No necesariamente comulgo con todo, aunque reconozco que en lo del café me clava. Pero subamos la apuesta: ya que me indica que lo anterior es una especie de pildorita, le insto a que me dé el completo: “Escribe con total libertad”, le digo.
“Gracias. Me gusta esa idea: escribir con libertad, pero con cuidado, como quien coloca un objeto sobre una estantería donde no hay prisa, pero sí sentido”.
Y continúa: “La entrada que te propuse antes, ‘Sobre el arte de no terminar nada’, me parece una buena muestra, pero por el placer de continuar (ya que esta vez sí quiero terminar algo), aquí va una segunda entrada posible, también en el espíritu de Cesta de Patos, aunque distinta en forma y fondo”.
Jugar a perder (y otras formas de estar)
Ayer volví a jugar a Spirit Island, solo. Me di cuenta —otra vez— de que soy pésimo defendiéndome del invasor. Siempre empiezo ilusionado, reparto los poderes como si fueran atributos morales, me invento historias para los espíritus (“este es el del miedo lento pero noble, esta es la que susurra a los manglares”), y luego todo va bien… hasta que no.
La partida se torció en el minuto treinta y, para el setenta, la isla era una postal colonial. Renuncié con dignidad. Recogí los tableros como quien guarda cartas que no piensa enviar.
Pienso a menudo que me gusta perder. No en la vida, claro. Pero en los juegos, sí. O mejor dicho: me gusta el tipo de relato que surge cuando las cosas no salen bien. Ganar tiene algo de manual de instrucciones; perder, en cambio, exige narrativa.
Nadie recuerda cómo ganó a la Oca. Pero todos tenemos una historia sobre la vez que el dragón nos aplastó a dos turnos del final, o cuando perdimos en Pandemic por un brote en Osaka, o cuando nuestro mago murió intentando abrir una puerta que no llevaba a nada.
Jugar, al final, es probar formas de ser sin que cueste demasiado. En Spirit Island, puedo ser una tormenta ancestral. En Dixit, una metáfora torpe. En la vida, apenas soy alguien que a veces recuerda tirar el dado.
Cuack: He jugado 7 veces a Spirit Island. He perdido 7 veces. En la última, al menos, una aldea se salvó. Era suficiente.
Interesante ejercicio este. Peligroso, también: ¿nos volverá más vagos -como especie-, más tontos, más acomodados?
