Pixies, cartas con esas cosas cuquis del bosque

Hay todo un universo ahí fuera de juegos pequeños, abstractos y que, con un mazo de cartas y mecánicas más bien simplonas, exprimen todos los giros de tuerca imaginables para hacerse un hueco en el competitivo ecosistema de los juegos casuales. Partidas no muy largas, atractivo visual o la invitación al pique entre jugadores son algunas de las características adicionales de este enorme catálogo que, lejos de amilanarse ante el abismo del olvido, sigue impulsando una rueda sin fin de nuevos títulos.

Pixies es uno de los últimos que se ha sumado a esta profusa categoría. Consiste en una pequeña caja que incluye una baraja bastante convencional en la que la ilustración, por bonita y minimalista que sea, cede protagonismo a lo de siempre: color, número y símbolo. Vale que este tipo de juegos tienen una considerable abstracción, pero en este caso es algo pretendidamente indisimulado: “En Pixies, te mueves a través de las estaciones encontrándote con pequeñas criaturas escondidas. En el bosque se ocultan toda una serie de pequeñas y adorables criaturas que hay que encontrar”. Esto es lo único que nos aportan desde la editorial sobre el trasfondo de la idea.

No es un problema, porque el juego responde -bien, además- ante las expectativas de arreglarte un rato tonto que puede no darte para algo más denso o dilatado en cuanto a tiempo. En este caso, pueden sentarse a la mesa de dos a cuatro personas, cuyo objetivo es el de lograr la máxima cantidad de puntos después de las tres rondas en las que se estructuran las partidas.

Cada una de esas rondas se articulan en torno a la elección de todas las cartas que van nutriendo una oferta común en cada turno. Cada jugador debe tomar una, con lo cual ya intuimos que el orden marcará de manera clara quién se lleva lo mejor y quién la morralla. Los criterios para entender qué conviene más se deben a la cuadrícula personal de 3×3 huecos con la que empezamos, y que tendremos que ir llenando poco a poco.

Las cartas que vamos ganando las tenemos que colocar de forma creciente por su número, esto es, del 1 del primer hueco al 9 del último. La idea es que, más allá de las que ofrecen puntos de manera directa, haya que pensar en los colores que nos pueden convenir más para formar un área de cartas adyacentes lo más grande posible o los símbolos que nos pueden sumar en el conteo. La puntuación en este juego es bastante intuitiva.

La gracia del asunto es que, para cada hueco, solo podremos coger dos cartas, como mucho. La primera va siempre boca arriba. Pero si queremos una segunda -o nos vemos obligados a tomarla-, tendremos la opción de cuál colocar boca arriba y cuál boca abajo, la antigua o la nueva. Esto es interesante porque a lo mejor cogemos de primeras una carta muy mala y así la podemos evitar o, por ejemplo, tener la capacidad de variar un poco la estrategia según como vengan dadas. Si en algún momento tenemos esa pareja conformada, con una a la vista y la otra besando la mesa, se dice que están validadas y resultan inamovibles hasta el final de la ronda.

De acuerdo a los caprichos del azar que nutren la oferta, pueden suceder dos cosas. Una es que nos llegue la ocasión de jugar una tercera carta de un número que hayamos validado. En ese caso, nada más fácil: cogemos la carta pero la colocamos en otro hueco, boca abajo. Eso nos quita un apuro pero nos aboca a un curioso juego casi más próximo a las apuestas, porque ¿dónde jugarla, teniendo en cuenta que una vez que la colocamos, si conseguimos una del número correcto -esta es la segunda cosa- quedará validada automáticamente, lo que puede ser bueno o malo?

La ronda acaba en el turno en el que algún jugador haya cubierto sus nueve huecos. Así pues ya ven que esto es un toma y daca constante por conseguir la mejor carta posible o, al menos, la que puede combar con lo que tengamos de una manera más eficiente. Y por supuesto, empujando al rival de alguna manera a llevarse cartas inconvenientes o que le generen problemas o, al menos, que le limiten las oportunidades. 

No es un juego complejo, ciertamente. Personalmente me ha ofrecido reminiscencias a Coloretto, por esa mala leche intrínseca al criterio de hacer que el otro coma basura; y a Spirit, en la que hacer componendas con símbolos y colores también está en el eje de la mecánica. Aún así, me ha parecido una mecánica bastante fresca, muy abstracta, que tiene en ese girito -literal- de las cartas un elemento de decisión interesante.

Si hay algo que no me acabó de convencer o que me molestó algo es que dentro de la caja no venga una libretita para contar los puntos. Sobre todo cuando en el manual te indica que hay hojas diseñadas para ello, pero que hay que descargar e imprimir por tu cuenta. Por otra parte, es de alabar que hayan lanzado una app para hacer ese trabajo pero dado el tipo de juego del que se trata también es algo innecesario. En fin, vuelta al papel y boli de toda la vida para este Pixies que, una década atrás, podría tener algo más de recorrido, pero que hoy no deja de ser una opción como tantas: una buena apuesta que caerá pronto en el olvido.

PD. Mezclemos temas: Pixies y cosas que no se olvidan:

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