
Al momento de la publicación de este texto, ya lo siento, apenas queda margen para visitar la exposición que la Fundación Mapfre dedica a Louis Stettner (Nueva York, 1922- París, 2016). Se trata de una exuberante muestra de un fotógrafo no tan publicitado pero al que un rápido vistazo por los espacios de la sala Recoletos delatan como un todoterreno capaz de captar la esencia de la vida que se esconde en el frenesí de lugares como París o NY, paisajes bucólicos, trabajos durante la II Guerra Mundial o una pura imagen documental. Eso, y más, es Stetter. Hasta el 27 de agosto, como la de Anastasia Samoylova, con la que hace un pintoresco tándem intergeneracional.
Como notas de introducción, hay que aludir inexcusablemente a lo prolífico de la obra de Stettner, miles de negativos de indudable interés que avanzan por buena parte de la historia del siglo XX y este arranque del XXI. Es un arco temporal el suyo que abarca ocho décadas, que se dice pronto, y que comenzó en las calles de Brooklyn cuando apenas era un mocoso de 14 años.

Pero pronto dejó claro que, pese a su bisoñez, poseía un talento innato y un ojo enfocado, literalmente, en detalles y puntos de vista muy originales y tocados, mayormente, por una clara querencia por lo social. Estos primeros pasos le sirven para iniciar un glorioso catálogo pero sobre todo para ir depurando una técnica que roza el virtuosismo, como queda claro en la inmensa colección de imágenes que se pueden ver en la exhibición.
Evidentemente, el campo infinito que representa Nueva York le dio una oportunidad soñada para explorar un estilo que se iba definiendo poco a poco en lo personal y de cara a los demás. De hecho, el fotógrafo pronto se granjea una excelente reputación en la conocida como Photo League de la ciudad, donde toma contacto con otras figuras de la época y amplía sus conocimientos.

Su vida, no obstante, es apasionante dada las peripecias que atravesó y sobre todo, el cómo las contaba. En la sala hay un vídeo en el que él mismo cuenta cómo, por ejemplo, en una visita a París en 1947 que le iba a llevar unos días supuso un flechazo que le mantuvo en la capital francesa cinco años del tirón y una relación constante a lo largo de su vida. “Muy europeo para ser de Nueva York y muy americano para ser de París”, venía a decir, para explicar esta dualidad que le lleva, como una parte imprescindible de su porfolio, a dejarnos fotografías de ambas capitales durante décadas que hoy son historia viva del medio, por mucho que el nombre no sea uno de los más conocidos.
En Francia también toma contacto con otras figuras clave en la historia de la fotografía como Cartier-Bresson o Brassaï. Y es esta comunión de estilos, filosofías y miradas de uno y otro lado del Atlántico lo que le confiere una especialidad indefinible y que casi nos podría pasar por la de un artista como de ficción. Nada más real, no obstante, que muchas de las escenas que va captando en ambos lugares o, de una manera más específica, de la II Guerra Mundial o, más pacífico, de las condiciones de trabajo de infinidad de gremios (incluso hay una serie dedicada a unos pescadores de las Baleares). Es fruto de su conciencia social y su adhesión, se lee en los textos de la exposición, a un marxismo casi militante.

Hay otra faceta muy diferente en su trabajo que dista mucho de estas tomas, y es el que Fundación Mapfre califica como el “lirismo” de un “poeta con la cámara”. Y es que hay una vis de Stettner que nace en su obsesión por la literatura, de la que toma ideas, discursos e inspiración para que, aunque fuera con su cámara, poder dejar esos versos sueltos que muchas veces estaban escondidos a la vista de todos en el bullicio de esas metrópolis en las que pasó su vida, principalmente. Hay, de la misma manera, una fijación con la obra poética de Walt Whitman, hasta el punto de que, junto a películas, objetivos, en su bolsa de trabajo siempre iba un ejemplar de Hojas de hierba, una de sus obras cumbre.

Sobresalen esas escenas cotidianas que se representan en un pestañeo: miradas, poses, reflejos, personas que van, que se relajan, que bostezan, que caminan, que contemplan… el factor humano es claramente un hilo que encadena épocas y situaciones, ciudades y vivencias. Incluso cuando retrata la París vacía de la posguerra es precisamente la aparición de las personas lo que le confiere a las imágenes de una fuerza increíble en el vacío que pretenden reflejar, como esos niños que juegan a la pelota en una calle cualquiera que, lejos de ser un patio de recreo, pareciera más una estampa de la más fría madrugada.

